
La tenue luz de la lámpara apenas llegaba a disipar las espesas tinieblas que inundaban el mundo ahí fuera. La familia estaba sentada en el suelo sobre una estera, alrededor de una bandeja de barro al anochecer. El padre evitaba mirar a su primogénito, mientras contaba historias de sus ancestros, intentando concentrarse en sus cuatro hijas. Las más pequeñas, lo miraban entretenidas. Sobre la bandeja, varios vasos de barro con vino y platos con diferentes comidas: hierbas, pan ácimo, verduras, pan y huevos cocidos.
Ante la atenta mirada de las cuatro chicas, con edades entre la juventud y la más tierna infancia, el padre relataba historias antiguas. Miró fijamente al primogénito mientras hablaba. Este le sostuvo la mirada.
—Baruj ata Adonai, eloheinu, Melej ha-olam, bore pri ha-gefen1—al decir esas palabras, levantó el vaso de vino, acompañado de las muchachas, que repitieron las palabras junto con el patriarca familiar. Todos lo hicieron, excepto el primogénito, que sencillamente deseaba que pasase esa ceremonia estúpida y vacía—. Con esta copa de la promesa, recordamos que hemos sido escogidos por Dios como su pueblo, y que las circunstancias que podemos soportar no nos definen, sino el dios que nos ha escogido como pueblo suyo.
» Esta segunda copa es la copa de la liberación —el padre levantó otro vaso en alto, mientas seguía sosteniendo la mirada al primogénito, retándole—. El Señor dijo a Moisés: “Yo os arrancaré de debajo de las cargas de los egipcios”.2 Nuestra fidelidad a HaShem3 debe estar puesta en Sus sagradas palabras, y no en nuestra pobre percepción. Él prometió liberar a nuestros padres, y así lo hará.
—Supongo que se está echando una divina siesta —murmuró el muchacho, sin hacer el mínimo esfuerzo para que no se le escuchara. Lo hizo mientras sostenía la mirada de su padre.
—No ahora, por favor, hermano —la mayor de las chicas posó su mano en el hombro del muchacho, para intentar tranquilizar la situación, en medio del duelo de miradas que estaba teniendo lugar entre ellos—. Mamá no habría querido esto.
—Mamá no habría querido muchas cosas que han pasado, pero ella ya no está aquí—se zafó del brazo de su hermana.
—¡Caleb! —el padre, alzando su voz, intentó retomar el control de la celebración—, ¡te ordeno que te sientes y que nos dejes seguir con…!
—¿Con qué? —el muchacho lo miró con cara de repugnancia— ¿Dónde estaba tu dios, cuando los incircuncisos quemaban su santo templo? ¿Dónde estaba tu dios cuando su pueblo, el que liberó de la esclavitud, era sometido, de nuevo, a la servidumbre? ¿Dónde está, cuando la celebración de la liberación ya no puede contener cordero, porque no tenemos ni templo donde sacrificarlo?
—¡Caleb, silencio en este momento! —el padre soltó el vaso en la mesa y alzó la mano abierta, amenazando a su hijo con ella.
—¿Dónde estaba el ángel de la muerte que quebró a nuestros capataces en Egipto cuando los babilonios trajeron a la tierra del Sinar a su pueblo escogido?
—¡No me hagas callarte a la fuerza, niño!
—¿Dónde estaba tu dios cuando le imploré que salvara a mamá? ¿Dónde estaba mientras su vida se derramaba? —mientras, instintivamente, miraba al manto de su madre, que aún colgaba de la pared como un perenne recordatorio, acercó la cara a su padre, animándole a golpearle, mientras levantaba las manos para dar énfasis a sus palabras—. ¿Dónde está tu poderoso dios ahora, mientras tu propio hijo te deshonra, oh sacerdote del Altísimo?
—¡Basta! —la mano del padre descendió como un rayo, propinando un sonoro bofetón en la cara dispuesta del muchacho, que salió despedido hacia atrás desde su posición, sentado en el suelo, y rodó por el piso.
Caleb, desde el suelo, elevó la mirada a los ojos inyectados en sangre de su padre, mientras le pitaba el oído y le ardía la cara. Respiraba fatigosamente, podía incluso sentir el corazón latiéndole en el pecho de la pura rabia que le nublaba la razón. Le hubiera gustado llevarse la mano a la mejilla para calmar el fuego en el rostro, fruto del guantazo paterno, pero su orgullo no se lo permitió.
—No pienso tirar mi vida sirviendo a un dios invisible, impotente e inerte—. Se levantó, mirando a sus hermanas, con lástima. Agarró el manto que estaba sobre su lecho, cerca de la estera de caña donde estaban sentados, se lo puso sobre los hombros, y salió a la calle, no sin antes dirigir una última mirada retadora a su padre, con los ojos incendiados en un rojo de pura rabia—. No me esperéis más.
La hermana mayor abrazaba a las dos menores, que lloraban desconsoladas. El padre no podía apartar de su cabeza la enorme afrenta que el chico estaba perpetrando, tanto al dios de sus ancestros como a su propia familia, comenzando por él, su propio padre. Sabía que la velada se había echado a perder y la celebración se había destruido mientras miraba cómo su primogénito abandonaba el hogar familiar en la noche más importante del año.
Volvió la mirada a su alrededor, a la escena que quedaba en casa. Su hija mayor trataba de consolar a las dos menores. La otra, Ana, solo contemplaba la puerta, con la mirada perdida. Él mismo, en pie, se daba ahora cuenta de que los vasos que recordaban la victoria de Adonai, el dios de su pueblo, estaban volcados en la bandeja, y el vino desparramado, mojando el pan sin levadura y el resto de los alimentos. Todo se había desbaratado. Su familia, exiliada, enlutada y rota caminaba derecha a la destrucción y todo era culpa del inconsciente de su hijo. Resopló, tratando de recomponer el tono, y despidió la celebración, antes de tiempo, con las palabras preceptivas, palabras que, cada año tenían menos sentido: «el año que viene, en Jerusalén».
En el exterior del humilde hogar, un joven desorientado y enfadado salía al mundo, al cruel y despiadado mundo controlado por los dioses de la tierra del Sinar. Allí, en la soledad de la oscuridad, era observado por una autentica hueste. Pero, había alguien especialmente interesado en él, alguien que lo miraba desde su estrella. Caleb, sin saberlo, salía a una guerra cruenta y sin cuartel, para la que no estaba preparado y que estaba destinada a reclamar su propia vida, y la de muchos otros, en más de un sentido.
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1 En hebreo: “Bendito seas tú, Dios nuestro, rey del mundo, que creas el fruto de la vid”.
2 Éxodo 6:6. Traducción de la Biblia de las Américas (LBLA).
3 Literalmente “el Nombre”. Es la expresión que los judíos usan para hablar de su Dios, sin decir el nombre sagrado.
Excelente. intrigante. Impacta la escena descrita. ¡¡¡Enhorabuena y felicidades!!!