
Babilonia, siglo VI a. C.
La capital del mundo está gobernada por el emperador Nabucodonosor II, rey de los cuatro costados de la tierra, que tiene autoridad de vida y muerte sobre todo lo que respira. Pero, por encima de él, las entidades espirituales rigen sus feudos desde sus templos, habitando las imágenes que poseen, y luchando entre ellos para ganar poder, dominar los cielos y la tierra y alzarse como reyes sobre los dioses. Esta es la realidad del mundo donde aterriza Anunit y el dios sin rostro: una horrible realidad en la que poderosos, volátiles y caprichosos dioses rigen los destinos de los hombres, un horrendo cuadro de desesperación y servidumbre a amos abiertamente grotescos y malvados.
Los dioses babilonios eran muy parecidos a los hombres. Contaminados por pasiones, celos y conflictos a muerte, luchaban entre sí para extender su poder, y tejían complejas redes de influencia y engaño para atrapar a todos y todo lo que cayera en sus manos. Así pues, no hablamos de dioses universales, como nosotros entendemos, según el concepto bíblico, sino de patrones locales y regionales, que buscan extender su poder e influencia usando a los humanos como peones en una guerra cósmica.
La cosmogonía babilónica comenzó con la unión de los dos seres primordiales, Apsu (las aguas dulces del subsuelo) y Tiamat (las aguas saladas de los océanos). De su unión nacieron los primeros dioses, seres de tremendo poder que se rebelarían contra sus progenitores para alzarse con el poder supremo y desbancar a sus primeros padres. En esta guerra patricida, Marduk se erigió como el gran héroe y rey de los dioses, al derrotar a Tiamat y exiliar su poder caótico a los mares. Su cuerpo dividido llegó a ser el cielo, la mitad superior y la tierra, su mitad inferior.
Así llegó a ser Marduk el mayor de los dioses, pero siempre tendría que enfrentar amenazas a su autoridad. Cada dios gobernaría en su propia ciudad o territorio patrimonial. Marduk gobernaría Babilonia, Enki gobernaría sobre la ciudad de las aguas subterráneas de Eridu, Ishtar gobernaría en la gran ciudad de Uruk o Nergal instauraría su tenebroso trono en la ciudad de Kutha. Las guerras de los hombres, no eran sencillamente guerras entre mortales, sino entre dioses que buscan expandir su influencia y poder, para alcanzar o defender sus dominios. Ellos no son seres perfectos, ni su carácter uno que deba ser imitado o seguido. Por el contrario, eran tremendamente humanos: Enlil era colérico, Enki era astuto y taimado, Ishtar era apasionada y volátil, Nergal era sanguinario y Marduk, inseguro y autoritario.
Así pues, al adentrarnos en la guerra cósmica en el Sinar (Mesopotamia), como lo vamos a hacer con mi primera novela, Anunit y el dios sin rostro, no nos enfrentamos a dioses de pega, ni a proyecciones de las inseguridades humanas, sino a colosales poderes que maniobran para esclavizar a los hombres y escalar para alcanzar el trono celestial. Nos enfrentaremos a una cruda realidad de un mundo espiritual que rige a las naciones, y contra el que los hombres no podemos hacer absolutamente nada.
Pero, en medio de la desesperación y la impotencia, hallaremos una esperanza, la esperanza de una sacerdotisa esclavizada por un poder horrible, que mira a lo lejos, al desierto, buscando una voz amable que se atreve a declarar la guerra a su captora.
¿Quieres saber más? Permanece atento y no te pierdas mi novela, Anunit y el dios sin rostro, a la venta el 29 de marzo.