Desde el principio de los tiempos, los seres humanos hemos buscado el tener un lugar donde poder unirnos a lo divino, un espacio donde el cielo descienda a la tierra y podamos encontrar un sentido pleno a nuestra realidad rota. Ese lugar es el templo, la morada de los dioses.
El templo en las religiones mesopotámicas

En mi novela, Anunit y el dios sin rostro, la figura del templo es un elemento esencial. Los babilonios no creían que los dioses habitaban físicamente en los templos, ni pensaban que las imágenes de los dioses eran los dioses realmente, no eran tan ingenuos. Pero sí que pensaban que esas imágenes, en esos lugares físicos, eran el nexo de unión entre sus dioses y ellos mismos. Las estatuas representaban a los dioses hasta tal punto que todo lo que se les hiciera a ellas era recibido por los mismos dioses, desde sus moradas celestiales.
Una imagen no representaba a un dios a no ser que hubiera sido encomendada al dios en cuestión por medio de una ceremonia, en la que se “abría la boca” de la estatua, para que el espíritu celestial entrase a morar dentro. Esto tenía que ocurrir en el templo donde el dios gobernaba. Así, ese lugar era el punto terrenal donde residía el poder celestial, desde donde ejercía su influencia y donde debía ser satisfecho y aplacado mediante sacrificios. Ese lugar, el templo, era el trono de su poder.
El templo en la religión hebrea
Aunque, ciertamente, había muchas diferencias en cuanto a la religión mesopotámica y la israelita, había también ciertas semejanzas. Si bien el concepto de templo como morada divina era central en muchas religiones de la antigüedad, en el caso de Israel tenía un significado único.
El dios bíblico prohibió terminantemente que Su pueblo crease imágenes divinas (Éx. 20:4-5), porque, desde el principio, dejó claro que el hombre es la imagen divina (Gn. 1:26-28). El crear otras imágenes para representarle a él significaba, por una parte, rechazar la realidad de que ellos habían sido hechos imagen de Dios, delegando de su responsabilidad de representarle adecuadamente delante del resto del cosmos y, por otra, denigrar esa imagen que el Altísimo había puesto en ellos.

Pero el Dios bíblico sí que tenía un lugar donde moraría, siquiera de una forma más especial, ya que él no era como los dioses de las naciones, reducido a una región, sino que es el Dios de todo el mundo, y Su presencia lo llena todo (Sal:72:19; Is. 6:3; Jer. 23:24). Cuando el rey Salomón construyó el templo, reconoció este hecho, preguntándose, “¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra?”, y respondiéndose a sí mismo, “He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado” (1 Re. 8:27). Era lógico, el Dios omnipresente no estará confinado a un templo, cuando ni las galaxias son lo suficientemente grandes para contenerlo.
Pero, eso no significaba que la presencia del templo fuera inútil. Aunque el Creador no pudiera limitarse a ese espacio sagrado, sí que habitaría de una manera, no exclusiva, pero sí especial, entre esas cuatro paredes. Allí se instalaría el arca del pacto, símbolo de la alianza que Yahweh había hecho con la descendencia de Jacob, allí se llevarían a cabo los sacrificios destinados a aplacar la ira divina por los pecados del pueblo y hacia allí habría que orar, confesando la culpa y pidiendo perdón, rogando la misericordia divina. En esencia, aunque ese espacio no era el único lugar donde la divinidad residía, sí que era el espacio donde Dios hablaría y donde Dios escucharía. La relación entre Dios y los israelitas existiría en base a lo que ocurriera en ese recinto. En otras palabras, el judaísmo sería inconcebible sin la existencia de ese templo.
Así, la presencia del templo se convirtió en un elemento indispensable para los judíos. Sin templo, no podía haber sacrificios ni sacerdocio, indispensables para su religión y la relación con su Dios. Los contemporáneos de Jeremías rechazaron sus advertencias de que Dios los castigaría por su impiedad e idolatría destruyendo Jerusalén (Jer. 21:3-7; 25:9) y, con ella, al templo, basándose en una falsa seguridad de que Dios no permitiría que el tempo fuera destruido (Jer. 7:4-14). El judaísmo era inconcebible sin templo, así que Dios no podía permitir que éste fuera demolido y el sacerdocio fuera eliminado.
La destrucción del templo de Jerusalén

Pero el día llegó, y las tropas de Nabucodonosor conquistaron Jerusalén y destruyeron el templo que construyó Salomón, cumpliendo las advertencias divinas por los profetas (2 Re. 25:8-9). Cuando contemplamos esta realidad, no solemos detenernos mucho en el mazazo que esto significó para los judíos que lo vivieron. Es verdad que su ciudad fue arrasada, es verdad que fueron llevados al exilio, pero aquello significaba mucho más. Aquello era el equivalente a negar su misma esencia, toda su esperanza y todo lo que ellos eran y significaban se estaba destruyendo debajo de sus mismos pies.
Dios les había entregado aquella tierra como posesión perpetua (Gn. 12:7; 13:15; 17:8; 26:3; Dt. 1:7), pero ahora la perdían delante de unos extranjeros. Su religión estaba enraizada en un lugar (el templo de Jerusalén) que ya no existía. La manera de relacionarse con su Dios estribaba en un sistema sacrificial ahora imposible llevado a cabo por sacerdotes que habían perdido toda razón de ser. Más aún, como se explora en Anunit y el dios sin rostro, su máxima festividad, la Pascua, celebraba que su Dios los había liberado de la esclavitud en Egipto, derrotando a los dioses de aquella tierra (Éx. 12:12) con brazo fuerte y mano extendida (Éx. 6:6; Dt. 4:34). ¿Cómo podían celebrar aquello desde una situación de esclavitud a otra nación pagana, tan malvada como sus antiguos captores? ¿Cómo celebrarían la bondad y el poder de Dios a su favor, cuando estaban postrados y esclavizados por los dioses del Sinar?
En Anunit y el dios sin rostro, estos conceptos no son meras ideas abstractas, sino realidades vividas por sus protagonistas. ¿Cómo se enfrenta un pueblo a la pérdida de su identidad? ¿Cómo se sobrevive cuando lo que daba sentido a la vida se ha desmoronado? Descubre cómo los personajes de la novela lidian con esta crisis en un mundo donde los dioses parecen guardar silencio. Disponible a partir del 29 de marzo.