Niño, sobras

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Es triste, pero es así. Los niños sobran a nuestra sociedad. Hemos edificado un reino puramente adolescente, en el que cualquier cosa que exija responsabilidad o esfuerzo y no nos ofrezca una gratificación inmediata es inmediatamente rechazado como un mal innecesario.

Pregunta a cualquier pareja acerca de la razón por la que no quieren tener hijos, y te dirán que no tienen suficiente dinero o que en su modo de vida no encaja la idea de tener hijos. Aunque, bien es cierto que actualmente la inflación y la creciente precariedad laboral hace complicado el tener hijos, la realidad es que en pocas ocasiones en la historia hemos estado en una mejor situación material como en la actual para tener hijos, y en ninguna situación histórica se han tenido menos hijos que ahora. El problema está en el corazón, en la manera torticera y malvada en que se nos ha enseñado que los niños son una carga, un estorbo para nuestros grandes planes y propósitos.

Otro día hablaremos acerca de la realidad, que es exactamente la opuesta a la que nos venden, de que los niños forman parte intrínseca y necesaria de los grandes planes y propósitos que Dios tiene para nosotros. Ahora, me gustaría que nos centrásemos en la forma en que los niños sobran en nuestras vidas, por crudo que parezca. Y no, no quiero hablar a una sociedad enferma que desecha a los niños como artículos de lujo de una era arcaica y bárbara, quiero hablar a una iglesia que ha comprado la mercancía averiada, a unos jóvenes hijos de Dios que sinceramente piensan que no deben tener hijos, o que no quieren tenerlos, y basan en eso su rebeldía y descalabro.

Nuestra sociedad basa el bien en el derecho propio, en el puño en alto y en la defensa del placer. No hay realidad más allá de mi realidad, ni bien aparte del momento. La culminación de la vida está en el disfrute, en las experiencias y en la sensación de encajar. El joven no quiere tener una familia que continúe su legado, o que mantenga su negocio, sino un viaje a Singapur, un coche eléctrico y unas redes sociales abultadas. En ese esquema vital, obviamente, no encajan los niños.

Los niños, seamos sinceros, son ruidosos, rebeldes y sucios. Por no hablar de lo tremendamente caros que se están volviendo. Puedes saber perfectamente dónde hay familias en un centro comercial, porque hay niños gritando y padres histéricos. En este sentido, es comprensible que ya haya restaurantes y hoteles que no admiten niños. Los niños nos sobran.

Esa es la idea también, lamentablemente, en nuestras iglesias. Los jóvenes han sido instruidos dentro de una sociedad adolescente en el odio a la responsabilidad y en la cultura del disfrute instantáneo. Lamentablemente, la iglesia no les ha enseñado la realidad. El resultado es que nuestros chicos no desean el matrimonio, mucho menos el tener hijos. Quizá, cuando quieran ponerse a tener hijos, ya sea demasiado tarde para ellos.

Pero la cosa aún va a peor. Porque los jóvenes no son los únicos que lo han comprendido mal. Muchas veces, los más mayores, que ya han olvidado lo que ocurrió cuando ellos criaban a sus propios hijos, no aceptan el «incordio» de tener niños en la iglesia. Porque la verdad es que los niños no comprenden la importancia de los momentos de recogimiento en la oración, ni la solemnidad de la lectura de la Biblia. Para mí, cada día es una lucha el poder tener un momento con mis hijos, leyendo la Biblia, hablando acerca de cosas de Dios y orando como familia, porque ese es precisamente el momento preferido para ellos de ponerse a gritar, saltar y discutir. La realidad es que los niños son molestos.

Esto me hace recordar a aquella ocasión en que los discípulos intentaban apartar a un puñado de niños, porque estaban incordiando al Maestro, que intentaba hacer cosas más importantes que lidiar con un estorbo infantil. La respuesta de Jesús debería resonar con fuerza en nuestros corazones y en nuestras iglesias: «Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como estos es el reino de los cielos» (Mat. 19:14).

Los niños no son un estorbo para el ministerio, los niños son el ministerio. Los hijos no son un impedimento para cumplir tus sueños, los hijos son un instrumento divino para hacerlo. Y la manera en que podemos comprenderlo es haciéndonos como ellos: dependientes, sencillos y humildes; dejando de tener tanto énfasis en nuestras apetencias, placeres y derechos, y poniéndolos en aquellos que nos necesitan. Ellos nos necesitan para aprender acerca de la solemnidad de la lectura de la Biblia y de la disciplina del Señor, pero nosotros los necesitamos a ellos para aprender a dejar a un lado nuestros deseos, para servir a otros.

No, los niños no sobran. Los niños son necesarios en la sociedad, como hablaremos otro día. Los niños son necesarios en la iglesia, y no hay iglesia más triste que aquella que no cuenta con las risas de niños jugando, aunque molesten. Pero hay alguien que sí que sobra en esta ecuación, y Cristo lo deja muy claro. Él dice que no impidan a los niños ir a Él, porque solamente los que son como ellos entrarán al Reino de los cielos. Es decir, que habrá otros que serán excluidos, que sobran. ¿Quién sobra? Aquellos que no son como los niños, aquellos, precisamente, que intentan excluir a los niños porque no son lo suficientemente importantes, porque molestan más de lo que aportan.

Ten cuidado, pues, diciendo que los niños sobran en la sociedad, en tu vida o en la iglesia. Ten mucho cuidado, porque quien realmente sobra es una persona con tu actitud.


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