El Ungido del Señor (2ª parte)

En la anterior entrega, hemos analizado la realidad de que los judíos tenían una expectativa específica en cuanto a la figura del Ungido y lo que dice el Antiguo Testamento sobre la unción y las personas que eran ungidas. Ahora, vamos a tratar de entender específicamente cuál era la idea que se tenía en el tiempo en que Jesús llegó, y cómo Jesús es el cumplimiento perfecto y definitivo del Ungido del Señor. En definitiva, vamos a afirmar y demostrar que Jesús es, efectivamente, “el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt. 16:16).

¿Qué Mesías esperaban los judíos del primer siglo?

El sustantivo “mesías” solo aparece 39 veces en todo el Antiguo Testamento. Esas no son demasiadas veces, teniendo en cuenta la magnitud de todas las escrituras de los judíos y, sobre todo, teniendo en cuenta la trascendencia que el término ha llegado a tener. La cosa puede resultar aún más sorprendente cuando vemos que la identificación de “mesías” se da a numerosos personajes de muy diversa índole. Sin ir más lejos, Dios llama a Ciro el persa “su ungido” (su mesías, como veíamos en la anterior entrega). 

Así pues, debemos preguntarnos, ¿cómo puede ser que una doctrina tan elaborada y unas expectativas tan nítidas y potentes pueden derivarse de una palabra que tan pocas veces se utiliza y, cuando lo hace, se refiere incluso a reyes paganos? ¿Cómo ha podido esta palabra llegar a cristalizar la esperanza del cumplimiento de las promesas divinas al pueblo?

En el primer y segundo libro de Samuel, así como en muchos Salmos, esta palabra se usa para hablar del rey de Israel, específicamente haciendo relación a la línea dinástica de David. Así, el Salmo 18 termina diciendo: “Grandes victorias da Él a su rey, y muestra misericordia a su ungido”. Está claro que David está tomando el término “ungido” como sinónimo de “rey”. Pero aún dice algo más acerca de él, y es que este ungido es un rey muy especial, ni más ni menos que “David y su descendencia para siempre”. En este Salmo, el cantor de Israel está haciendo clara alusión al pacto que el Señor hizo con él. En él, le promete que establecería su casa dinástica, de tal forma que siempre habría un descendiente suyo para sentarse en el trono de Jerusalén (2 Sam. 7:11-13).

El Salmo 2 también habla del Ungido del Señor como un rey que, bajo la autoridad divina, gobierna sobre las naciones y destruye a todos los que se rebelan en su contra. Además de lo dicho anteriormente, aquí podemos ver cómo se dice de este rey es “Hijo” de Dios (Sal. 2:712). Y es que, otra de las promesas que Dios hizo al rey, en relación con el pacto que Dios hizo con David es que el trato que tendría con su descendencia sería como el de un padre y un hijo (2 Sam. 7:14), tal y como vemos reflejado en este Salmo. 

Según vamos avanzando en la revelación de las Escrituras, podemos ver cómo los profetas hablan de una expresión definitiva del gobierno cósmico de Dios en la tierra. Este gobierno, tal y como es revelado, tendría una forma física, política y territorial. El profeta Daniel habla de esta manifestación aludiendo a “un reino que jamás será destruido”. Este reino “desmenuzará y pondrá fin a todos aquellos reinos, y él permanecerá para siempre” (Dn. 2:44). 

El profeta también identifica al que gobernaría sobre este reino cósmico, físico y eterno. Él afirma que “uno como un Hijo de Hombre” se presentaría ante la figura divina del “Anciano de Días”, y recibiría “dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran”. Esto significaría que el Hijo del Hombre sería el rey sobre cuyo “dominio es un dominio eterno que nunca pasará, y Su reino uno que no será destruido” (Dn. 7:13-14).

El nexo entre la figura del Ungido del Señor, tal y como la expresa David en sus Salmos, y la revelación del Hijo del Hombre que recibió Daniel es más que evidente. Se habla de un rey que gobernaría sobre todas las naciones, con una autoridad que vendría del mismo Dios, y que lo haría para siempre. Los judíos interpretaron correctamente que ambas figuras son, en realidad, dos maneras de llamar a la misma persona. El Cristo es el Hijo del Hombre, es decir, el que vendría para reinar sobre todo y sobre todos, y que lo haría para siempre. 

El profeta Isaías es aún más evidente en su afirmación de la soberanía eterna del descendiente de David, es decir, del Ungido del Señor. En uno de los textos clásicos de Navidad, el profeta afirma que “el aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin sobre el trono de David y sobre su reino, para afianzarlo y sostenerlo con el derecho y la justicia desde entonces y para siempre” (Is. 9:7). También, vincula el reino eterno y perfecto de Dios en la tierra con el descendiente prometido de David en el capítulo 11 de su libro. Allí, dice que la bendición máxima en toda la tierra vendrá cuando brote “un retoño del tronco de Isaí”, en el que “reposará… el Espíritu del SEÑOR” (Is. 11:1-2).

Isaías también presenta en la última parte de su libro otra faceta de este Ungido prometido. Él sería, desde luego, el que traería justicia y paz al mundo por medio de su gobierno, pero también sería el que se presentaría como sacrificio expiatorio por los pecados del pueblo. Recordaran que uno de los oficios que eran ungidos era el del sacerdote, así que no es de extrañar que el Ungido definitivo también ejecutara funciones sacerdotales. Esa es la razón por la que se había unido al concepto del Mesías el del “siervo del Señor” que encontramos, por ejemplo, en el capítulo 53 de Isaías. El Mesías también traería salvación y redención definitiva a Su pueblo por medio del gran sacrificio que ofrecería como sacerdote, su propio cuerpo.  

Para resumir, los judíos habían comprendido que el Ungido del Señor era el descendiente de David con derecho a reinar en Jerusalén. Dios usaría a este rey prometido para llevar a cabo Sus planes, y cumplir todas las promesas que había hecho a Su pueblo. De hecho, la descripción de un gobierno eterno liderado por un solo personaje con atribuciones divinas, había llevado a muchos a plantearse, incluso en que el Hijo del Hombre prometido tendría que ser, ni más ni menos, que Dios mismo. Asimismo, este personaje sería el sumo sacerdote definitivo que llevaría a cabo el máximo sacrificio para expiar los pecados del pueblo de Dios. Es decir, podemos ver cómo los judíos habían atado cabos y llegado a la conclusión, para el tiempo de Jesús, de que el Mesías, el Hijo del Hombre y el Siervo del Señor, era la cristalización de todos los buenos planes, propósitos y promesas que Dios había hecho a los Suyos. 

Jesús, el Ungido

En cuanto leemos los evangelios, vemos muy claramente cómo los redactores identifican desde el principio a Jesús de Nazaret con esta figura del Ungido del Señor. Él era, específicamente, el hombre que los judíos estaban esperando, el Mesías definitivo. Los evangelistas dejan claro desde el primer momento que este hombre de la región de Galilea es el que estaba destinado a gobernar como rey sobre un reino davídico restaurado y eterno. 

Específicamente, Mateo se empeña en dejar este concepto meridianamente claro, al referirse a tantas profecías que afirman su identidad como el Hijo de David, el cumplidor del Pacto. Tanto es así, que comienza su narración con una genealogía que demuestra que Jesús es el descendiente directo de Abraham y de David (Mt. 1:1-17), el cumplidor de la promesa. Él es el largamente esperado que traería paz definitiva entre Dios y su pueblo, y que gobernaría sobre todas las naciones, destruyendo a los rebeldes y díscolos. 

Así pues, cuando leemos que Jesús es el Cristo, no está hablando de un apellido, ni siquiera sencillamente de un título honorífico. El que Jesús sea el Cristo, significa que es el cumplidor de las profecías, las promesas y los pactos de Dios hacia Su pueblo. Cuando Jesús acababa de nacer, había un hombre piadoso llamado Simeón que “esperaba la consolación de Israel”, es decir, esperaba “al Cristo del Señor” (Lc. 2:25-26). Él era la consolación de Israel, porque era todo lo que Israel podía esperar de Dios, y todo lo que necesitaba.

Ese es Jesús, el Cristo del Señor, el Hijo del Hombre, el hijo de David, el Siervo del Señor. Él es exactamente quien tenía que venir, exactamente el que necesitamos. En Él, Dios cumplió, cumple y cumplirá todo lo que ha prometido, todos los buenos planes que tiene para Su pueblo. 

En el día de hoy, sea lo que sea que estés enfrentando, debes saber esto: necesitas a Jesús. No importa lo que estés pasando, no necesitas más. No importa lo que tengas, no necesitas menos. Con Él, lo tienes todo. Sin Él, no tienes nada.


Este artículo fue originalmente publicado en el blog de la editorial EBI.

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