Nos hemos acostumbrado a llamar “Jesucristo” a nuestro Señor, cosa que no es mala en absoluto. Pero, al hacerlo, hemos perdido de vista el significado de lo que estamos diciendo. Y es que, por extraño que pueda parecer, Cristo no era el apellido de Jesús. Cuando Pedro le dice a Jesús; “Tú eres el Cristo…” (Mt. 16:16), estaba intentando transmitir un concepto que los judíos tenían muy arraigado en su mente, y que derivaba directamente de las enseñanzas del Antiguo Testamento, apuntando a una persona en específico que cumpliría los buenos propósitos y promesas que Dios había hecho a Su pueblo.
Cuando hablamos de la palabra “Cristo”, debemos tener en cuenta que esa palabra no es una traducción, sino una transliteración. ¿Qué es una transliteración? Muy sencillo, en una traducción, un concepto pasa de un idioma a otro. Cuando hablamos de una transliteración, sin embargo, lo que se pasa de un idioma a otro no es el concepto, sino el sonido de la palabra.
El ejemplo de la palabra que nos ocupa es muy ilustrativo. Cristo, es una palabra española, pero no es una traducción del original en griego, sino una transliteración. La palabra griega es Jristós. Lo que se ha pasado al español no es el concepto de lo que significa esa palabra, sino el sonido de la palabra en sí. Lo mismo ocurre con la palabra correspondiente en el hebreo, Mashiaj, que hemos transliterado en nuestra palabra Mesías. Ambas palabras tienen el mismo significado, pero una viene del griego y otra del hebreo. ¿Cómo podríamos traducir estas dos palabras? Pues, tanto Mesías como Cristo significan Ungido. Así pues, básicamente, las palabras Ungido, Cristo y Mesías son sinónimas.
La expectativa mesiánica en los tiempos de Jesús
Los judíos en el primer siglo tenían una expectativa muy específica, en base a su lectura, estudio e interpretación de los pasajes de las Escrituras, respecto a la figura del Ungido del Señor. Esto lo podemos ver en diferentes textos. Por ejemplo, en un momento en que los oyentes de Jesús estaban confundidos acerca de su identidad, había un grupo que decía: “¿Acaso el Cristo ha de venir de Galilea? ¿No ha dicho la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David, y de Belén, la aldea de donde era David?” (Jn. 7:41-42). En esa afirmación de certeza acerca de la ascendencia y la procedencia del Mesías (o el Cristo), podemos ver cómo ellos habían unificado diferentes profecías y pactos para aplicarlos en una persona que pensaban que les daría un cumplimiento total: el Ungido del Señor.
Esta expectativa fue también abrazada por la Iglesia primitiva, que afirmaba, no solamente que este Mesías era la persona por la que Dios cumpliría Sus planes en Israel y las naciones, sino que ese Ungido era, ni más ni menos, Jesús de Nazaret. Así, en la primera predicación de la era de la Iglesia, el Apóstol Pedro afirma que “Dios ha cumplido lo que anunció de antemano por boca de todos los profetas: que su Cristo debía padecer” (Hch 3:18). Pedro no pone el dedo en un profeta en particular hablando del sufrimiento del Mesías, sino que afirma que todos habían hablado de él, abriendo su concepto del Ungido del Señor a la totalidad del Antiguo Testamento. Es más, el Apóstol continúa animando a sus oyentes a arrepentirse y convertirse, de tal manera que sus “pecados sean borrados, a fin de que tiempos de alivio vengan de la presencia del Señor” (Hch 3:19). ¿A qué “tiempos de alivio” se está refiriendo Pedro? Pues, evidentemente, al descanso prometido por Dios a Su pueblo, al clímax de la historia, en el que el Reino de Dios en la tierra se haría una realidad absoluta, tal y como afirman los profetas (Is. 2:1-5; Dn. 7:13-14; Jo. 3:1-21; Am. 9:11-15; Ab. 21; Zac. 9:9-10; Sof. 14-20). Es decir, Pedro está apuntalando la expectativa mesiánica de los judíos de su tiempo, y está afirmando que esa expectativa es y será cumplida explícitamente en la persona de Jesús de Nazaret.
La práctica de la unción en el Antiguo Testamento
Cometemos un error garrafal si tomamos esta palabra, sencillamente, como un título “honorífico” de Jesús, y esa idea la aplicamos a lo que leemos en el Antiguo Testamento. Es decir, no debemos adquirir nuestro concepto de “Ungido” de quién pensamos de Jesús, para después imponerlo en los escritos de los profetas. Por el contrario, debemos tratar de entender cuál es el concepto de “Mesías” del que hablan los profetas, para entender correctamente a qué se refiere ese concepto cuando el Nuevo Testamento afirma que Jesús es ese “Mesías”.
La práctica de ungir estaba profundamente arraigada en el pueblo de Israel. Básicamente, ungir significa “frotarse la piel con aceite”[1]. Aunque la práctica se usaba comúnmente para diferentes propósitos, como modelo de hospitalidad (Lc. 7:46), muestra de honor (Jn. 11:2) o como preparación especial (Ru. 3:3; 2 Sam. 14:2; Is. 61:3), en el sentido litúrgico, tenía un significado muy concreto, y ese significado es la base del concepto del Ungido del Señor que tenían los judíos de tiempos de Cristo.
La práctica de la unción estaba, por una parte, unida al culto a Dios en el Tabernáculo y, posteriormente, en el templo. Así, cuando Dios estaba dando instrucciones para el correcto funcionamiento del Tabernáculo, dice que, después de ofrecer un sacrificio como expiación por el pecado, “lo ungirás para santificarlo” (Éx. 29:36). Vemos que el propósito de esta unción era la de santificar, o apartar para el servicio exclusivo del Dios de Israel. Lo mismo ocurría con el resto de los utensilios que se usaban en el culto divino (Lv. 8:12). En este mismo sentido, se ungía a los sacerdotes (Éx. 28:41). Se los ungía para santificarlos y que fueran aptos para el servicio al Dios al que habían de servir, al tres veces Santo.
La unción era también el proceso que se usaba para señalar a los líderes de la nación. Podemos ver cómo, dentro del plan que Abimelec ideó para hacerse con el gobierno de Israel en tiempos de los jueces, narra un cuento que comienza así: “Una vez los árboles fueron a ungir un rey sobre ellos…” (Jue. 9:8). Este mismo concepto lo tenemos reflejado en toda la historia de Israel, especialmente durante el tiempo del reino unido. Saúl fue ungido como rey (1 Sam. 9:16; 10:1; 15:1), David fue ungido como rey (2 Sam. 16:3, 12-13) y Salomón fue ungido como rey (1 Re. 1:34). Es decir, la manera en que alguien llegaba a ser rey en el pueblo de Israel no era siendo coronado, sino siendo ungido.
La idea detrás de ello era que la autoridad real venía precisamente del mismo lugar del que venía el servicio sacerdotal, de ser escogido y apartado por Dios para ese fin. Para subrayar esta idea, aunque había una persona humana que derramaba el aceite de la unción sobre el monarca, esa unción era, en última instancia, un acto divino. Podríamos ver como una contradicción cuando, después de que Samuel ungiera a Saúl, le dice: “¿No te ha ungido el SEÑOR por príncipe sobre su heredad?” (1 Sam. 10:1). En cambio, la realidad es que, aunque Samuel fuera el instrumento por medio del cual Saúl fue ungido, la responsabilidad y autoridad última recaía en el Señor. En esencia, fue Dios mismo el que ungió a Saúl como rey.
Esa es la razón por la que los reyes tenían una posición tan especial. Ellos merecían un respeto superior al de cualquier otro israelita. David lo comprendió correctamente cuando perdonó la vida de Saúl, aun cuando merecía la muerte, tal y como le recordaban sus hombres (1 Sam. 26:9-23). David sabía que, si Dios había ungido al rey, Saúl estaba en una posición de enorme honor, como santificado y apartado por el Señor mismo para Sus propósitos, e ir en contra de él, era el equivalente a ir en contra del que le ungió.
Por otro lado, también había una responsabilidad especial que el ungido debía honrar. Cuando Saúl desobedece flagrantemente al Señor, Samuel le recrimina diciendo: “porque has desechado la palabra del SEÑOR, …el SEÑOR te ha desechado para que no seas rey sobre Israel” (1 Sam. 15:26). El concepto que Samuel proyecta es que la autoridad real, al haber sido Saúl ungido por Dios mismo, se asentaba sobre la autoridad divina, por lo tanto, al atentar contra esa autoridad, estaba yendo en contra de lo que sustentaba su misma posición real. Es decir, al desobedecer a Dios, su condición como ungido iba, irremediablemente, a caer.
Así pues, los sacerdotes y los reyes eran ungidos y, así, apartados para el servicio y la obediencia divinas. Pero también había otro oficio que requería de unción del Señor, y era el profeta. Podemos ver cómo el salmista dice: “No toquen a mis ungidos, ni hagan mal a mis profetas” (Sal. 105:15), poniendo al mismo nivel a un ungido y un profeta. De hecho, 1 Reyes 19:16 es muy revelador en este sentido, pues ahí podemos ver cómo es ungido, al mismo tiempo, Jehú como rey en Israel y Eliseo como profeta. Así pues, el que tenía el encargo de hablar de parte de Dios y las palabras de Dios, también era santificado mediante la unción, es decir, escogido y apartado para un propósito específico de servicio divino.
Hasta este punto, hemos podido comprobar lo que significaba el ser ungido por el Señor. Era un acto por el que se expresaba el haber sido escogido y apartado (santificado) por Dios mismo para una misión especial, misión que podemos resumir examinando cuáles son los tres oficios que eran ungidos: el sacerdote, el rey y el profeta. En una próxima entrega, examinaremos el Antiguo Testamento en busca de una figura mesiánica, la del Ungido del Señor, que justifique la expectativa de los judíos del primer siglo, y cómo Jesús es exactamente el que cumple con esas expectativas, tanto de la Biblia como de Su pueblo.
Nuestro Señor es exactamente el que tenía que venir. ¡Él, y no otro, es el Sacerdote, el Rey y el Profeta que necesitamos!
Artículo originalmente publicado en el blog de la editorial EBI.
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